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El viaje


por Sophia de Mello Breyner Andresen

tradução de Joabson Santos

revisão de Paulo Siganevich

La carretera seguía entre los campos y a lo lejos, a veces, se veían sierras. Era el principio de septiembre y la mañana se extendía a través de la tierra, vasta de luz y plenitud. Todas las cosas parecían encendidas. Y, dentro del coche que los llevaba, la mujer le dice al hombre:

– Es el medio de la vida.

A través de los vidrios las cosas huían hacía atrás. Las casas, los puentes, las sierras, los pueblos, los árboles y los ríos parecían devorados sucesivamente. Era como si la propia carretera los tragase.

Surgió una encrucijada. Ahí giraron a la derecha. Y siguieron.

– Debemos estar llegando –dice el hombre.

Y continuaron.

Árboles, campos, casas, puentes, sierras, ríos huían hacía atrás, resbalaban hacía lo lejos.

La mujer miró inquieta a su alrededor y dijo:

– Debemos estar confundidos, debemos haber venido por un camino equivocado.

– Debe haber sido en la encrucijada – dijo el hombre, parando el coche. Doblamos hacia el poniente, debíamos haber doblado al naciente. Ahora tenemos que volver hasta la encrucijada.

La mujer inclinó la cabeza hacia atrás y vio cuánto el sol ya había subido en el cielo y cómo las cosas perdían lentamente su sombra. Vio también que el rocío ya había secado en las hierbas de la orilla de la carretera.

– Vamos –dijo ella.

El hombre giró el volante, el coche dio media vuelta en la carretera y volvieron hacia atrás.

La mujer, cansada, cerró un poco los ojos, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y se puso a imaginar el lugar adonde iban. Era un lugar adonde nunca habían ido. No conocían a nadie que había estado allí. Sólo lo conocían por el mapa y por el nombre. Se decía que era un lugar maravilloso.

Pensó que la casa debía ser silenciosa, llena de paz y blanca, rodeada de rosales; y pensó que el jardín debía ser grande y verde, recorrido de murmullos. Y alguien le había dicho que en el jardín pasaba un río claro, brillante, transparente. En el fondo del río se veía la arena y se veían las pequeñas piedras limpias y pulidas. En los bordes crecía hierba fina, mezclada con trébol. Y árboles de copa redonda, cargadas de frutos, crecían en ese prado.

– Ni bien lleguemos –dijo ella –, vamos a bañarnos en el río.

– Nos bañamos en el río y después nos echamos a descansar en la césped –dijo el hombre siempre con los ojos fijos en la carretera.

Y ella se imaginó con sed el agua clara y fría alrededor de sus hombros, e imaginó la hierba donde se acostarían los dos lado a lado, a la sombra de los follajes y de los frutos. Allí pararían. Allí iba a haber tiempo para posar los ojos en las cosas. Allí iba a haber tiempo para tocar las cosas. Allí podrían respirar lentamente el perfume de los rosales. Allí todo sería demora y presencia. Allí habría silencio para escuchar el murmullo claro del río. Silencio para decir graves y puras palabras pesadas de paz y de alegría. Allí nada faltaría: el deseo sería estar allí.

A través de los vidrios, campos, pinares, montes y ríos huían hacia atrás.

– Debemos estar llegando a la encrucijada – dijo el hombre.

Y siguieron.

Ríos, campos, pinares y puentes. Y media hora pasó.

– Ya debíamos haber llegado a la encrucijada – dijo el hombre.

– Con certeza nos equivocamos en el camino –dijo la mujer.

– No podemos habernos equivocado –dijo el hombre– no había otro camino.

Y siguieron.

– La encrucijada ya debía haber aparecido –dijo el hombre.

– ¿Qué vamos a hacer? –preguntó la mujer.

– Seguir adelante.

– Pero nos estamos perdiendo.

– No veo otro camino –dijo el hombre.

Y siguieron.

Encontraron ríos, campos, montes; atravesaron ríos, campos, montes; perdieron ríos, campos, montes; los paisajes huían tirados hacía atrás.

– Nos estamos perdiéndonos cada vez más –dijo la mujer.

– ¿Pero dónde hay otro camino? – preguntó el hombre.

Y paró el coche.

A la izquierda había una gran llanura vacía; a la derecha una colina cubierta de árboles.

– Vamos a subir a lo alto de la colina –dijo el hombre–. De allí deben divisarse todos los caminos alrededor.

Subieron a lo alto de la colina y no divisaron carreteras; pero divisaron un excavador cavando en una huerta.

Caminaron hacia él y le preguntaron si sabía el camino hacia la encrucijada.

– Sí –dijo el excavador–, es más allá.

– ¿Puede guiarnos hasta allá?

– Sí, pero primero tengo que acabar este surco para que pase el agua; tardo poco.

– Lo esperamos – dijo el hombre.

– Tengo sed – dijo la mujer.

– Más allá, detrás de las peñas –dijo el excavador, apuntando–. Hay allí una fuente. Vayan a beber mientras yo acabo el surco.

Caminaron en la dirección que el excavador apuntó, y detrás de las peñas encontraron la fuente. La fuente caía de lo alto y se clavaba en la tierra, derecha, limpia y brillante como una espada.

Allí bebieron y la cara y los cabellos se salpicaron de gotas, se rieron de alegría en la frescura del agua, olvidaron el cansancio, el camino perdido, el viaje. La mujer se sentó en una piedra cubierta de musgo, el hombre se sentó a su lado y los dos permanecieron algunos momentos de la mano, inmóviles y callados.

Después, un pájaro se posó cerca de la fuente y el hombre dijo:

– Tenemos que irnos.

Se levantaron y tomaron el camino de la huerta, buscando al excavador.

Pero cuando llegaron a la huerta el excavador no estaba allí. Vieron el agua corriendo por los surcos; vieron el perejil y la menta creciendo lado a lado; pero no vieron al excavador.

– No quiso esperar –dijo el hombre.

– ¿Por qué nos mintió?

– Quizá no quiso mentir. Tal vez no podía esperar. O tal vez se olvidó de nosotros.

– ¿Y ahora? - preguntó la mujer.

– Vamos a volver al coche y vamos a seguir en la dirección que hace poco él apuntó.

Subieron y bajaron la colina en dirección del coche, pero cuando llegaron a la carretera el coche había desaparecido.

– Debemos estar equivocados; debemos haber venido en otra dirección.

– O alguien nos robó el coche.

– ¿Dónde estará el excavador?

– Tal vez fue a la fuente a buscarnos.

– Tenemos que encontrar a alguien – dijo la mujer.

– Vamos otra vez a la fuente; con certeza el excavador fue hacia allí.

Y se pusieron de nuevo en camino. Subieron y bajaron la colina; atravesaron la huerta. Olía a menta y a tierra regada. Pero al otro lado de las peñas no encontraron la fuente.

– No era aquí –dijo el hombre.

– Era aquí – dijo la mujer. – Era aquí. Tengo miedo. Vamos a volver deprisa hacía la carretera.

Y fueron hacia la carretera en busca del coche.

– ¿Qué vamos a hacer? –preguntó la mujer.

– Alguien va a pasar –respondió el hombre.

Siguieron por la carretera. El sol seguía subiendo en el cielo.

– Estoy cansada –dijo la mujer.

– Cuando lleguemos a la tierra adonde vamos, descansarás, extendida en el césped, a la sombra de los árboles y de los frutos.

– Tenemos que encontrar rápidamente el camino –dijo la mujer.

A lo lejos, entre pinares, surgió una casa.

– Vamos hasta allí – dijo el hombre. – Tal vez haya alguien que nos pueda enseñar el camino.

Había una ligera brisa y los pinos ondulaban.

Golpearon la puerta de la casa. Nadie respondió. Escucharon y les pareció oír voces. a golpear. Nadie respondió. Esperaron. Golpearon de nuevo, con fuerza, espaciadamente, repetidamente, despacio. Los golpes resonaron. Nadie respondió.

Entonces el hombre avanzó el hombro derecho y rompió la puerta. Pero la casa estaba vacía.

Era una pequeña casa de campesinos. Una casa desnuda, donde sólo estaban escritos los gestos de la vida. Había una cocina y dos dormitorios. En un borde de la pared de cal había una imagen; frente a la imagen ardía una lámpara de aceite; al lado, alguien había dejado una rama de flores benditas en la Pascua.

No había nadie en la cocina. No había nadie en los dormitorios. No había nadie en la parte trasera, donde las ropas se secaban colgadas en el alambre, gesticulando en la brisa.

En el horno la ceniza todavía estaba caliente y sobre una mesa había vino y pan.

– Tengo hambre –dijo la mujer.

Se sentaron y comieron.

– ¿Y ahora? –preguntó la mujer.

– Vamos a volver otra vez a la carretera y continuar –dijo el hombre.

Salieron y atravesaron el pinar, pero la carretera había desaparecido.

– Tengo miedo –dijo la mujer. – Ahora tengo cada vez más miedo. Todo desaparece.

– Estamos juntos –dijo el hombre.

– ¿Pero qué vamos a hacer sin carretera?

– Vamos a volver a la casa –dijo el hombre– y allí esperaremos hasta que los dueños lleguen y nos enseñen el camino y nos ayuden.

Y de nuevo atravesaron los pinares. Pero en el lugar donde había estado la casa ahora había sólo un pequeño claro y piedras esparcidas.

Ambos se quedaron mudos. Después la mujer se dejó caer en el suelo, y extendida entre las piedras, lloró con la cara recostada en la tierra.

– Vamos –dijo el hombre.

– ¿Para dónde? –preguntó ella.

– Habremos de encontrar cualquier camino.

– ¿Para qué? Perdemos todo lo que encontramos.

El hombre se arrodilló al lado de la mujer y limpió las lágrimas y la tierra de su cara.

Después la levantó y ambos siguieron adelante.

Atravesaron el pinar y encontraron un campo.

Pero no se veía ningún camino.

En medio del campo había un manzano cargado de manzanas rojas, pulidas y redondas.

– ¡Son lindas! –dijo la mujer. Cosechó una para sí y otra para el hombre. Se sentaron los dos en las hierbas finas bajo la sombra sosegada del árbol, y la carne firme, fresca y limpia de la manzana estalló entre sus dientes.

Era ya el principio de la tarde, y en el día lleno de luz, recostados en el duro tronco oscuro y rugoso, descansaron en silencio, oyendo sólo el levísimo rumor de la tierra bajo el sol.

Después el hombre dijo:

– Vamos.

Se levantaron y siguieron.

Ya en el extremo de aquel campo, junto al seto que los separaba de otro campo, la mujer exclamó:

– Debíamos haber cosechado algunas manzanas para traer. No sabemos dónde estamos, ni cuánto tendremos que caminar hasta encontrar otra vez algo de comer.

– Es cierto –respondió el hombre.

Y, volviendo hacia atrás, caminaron hacia el manzano que en medio del campo se dibujaba redondo. Pero cuando llegaron al pie del árbol, vieron que en las ramas, entre las hojas, todos los frutos habían desaparecido.

– Alguien pasó por aquí, pasó sin que lo viéramos y cosechó las manzanas todas –dijo el hombre.

– ¡Ah! –exclamó la mujer –¡tan deprisa! ¡Deprisa desaparece todo! Encontramos las cosas. Están allí. Pero cuando volvemos ya desaparecieron. Y ni sabemos quién las deshizo y se las llevó.

Bajando la cabeza retomaron en silencio la caminata.

Atravesaron sucesivos campos pero no encontraron a nadie que los guiara y les contestara. Junto a un seto vieron en el suelo un tarro de corcho y una vasija de barro.

La mujer destapó el tarro y acechó dentro de la vasija.

– Están vacíos –dijo ella.

– ¿Dónde estará el dueño?

Miraron alrededor, pero no se veía a nadie. Llamaron, nadie respondió.

– Tal vez esté del otro lado del seto –dijo la mujer.

Atravesaron el seto, pero al otro lado no vieron a ningún hombre. Vieron sólo un pequeño arroyo que corría casi escondido entre tréboles y berros. Arrodillados se lavaron las manos y la cara. En el hueco de sus manos la mujer bebió y dio de beber al hombre.

– Si hubiéramos traído la vasija –dijo ella–, podríamos llevar agua con nosotros.

– Y también en el tarro podríamos llevar frutos. Vamos a buscar la vasija y el tarro.

Atravesaron el seto.

Pero la vasija estaba partida y el tarro estaba todo roído.

– ¿Quién la habrá partido?

– Tal vez la brisa o algún animal que pasó.

– ¿Quién lo habrá roído?

– Los ratones, las serpientes, los perros salvajes.

– Quebrados y roídos ya no sirven la vasija y el tarro.

– Vámonos deprisa –dijo la mujer.

Era ya el medio de la tarde cuando vieron una gran floresta de cuya orilla partía un sendero.

– Vamos por el sendero. Yendo por aquí tenemos que encontrar gente. Los caminos se hacen para que pasen las personas. Los caminos se hacen para llevar hasta los lugares donde hay gente.

Y entraron en la floresta. Robles, castaños, tilas y abedules, cedros y pinos cruzaban sus ramas. Grandes rayos de luz oblicua pasaban entre los troncos. El aire era verde y dorado.

– ¡Qué hermosa floresta! –exclamó la mujer.

– ¡Qué hermosa floresta! –exclamó el hombre.

Aquí y allá estallaba una rama seca. A veces una piña caía de lo alto. Se oía el murmullo de la brisa en las hojas altas. Se oía el canto de los pájaros escondidos. Se oía el silencio de los musgos y de la tierra.

Y embelezados por la belleza, la música y el perfume del bosque, el hombre y la mujer siguieron de la mano dada por el sendero.

Hasta que oyeron a lo lejos un sonido de machetazos.

Fueron caminando y se acercaron al sonido.

– Viene de allí –dijo la mujer.

Y saliendo del sendero se metieron a la derecha. Encontraron un leñador que cortaba leña.

– Estamos perdidos –dijo el hombre–, andamos buscando el camino hacia la carretera.

– Vayan siempre a la derecha por el sendero –dijo el leñador– y encontrarán la carretera.

– Gracias – dijo el hombre.

Y volvieron los dos hacia atrás.

Pero no encontraron el sendero.

– ¿Cómo es que lo perdimos? –dijo la mujer.

– Vamos a pedirle al leñador que nos guíe –dijo el hombre.

Volvieron al lugar donde habían hablado al leñador. Pero sólo encontraron leña cortada. El leñador había desaparecido.

– Se fue –dijo la mujer.

– No debe estar lejos. Vamos a llamar.

Repetidas veces llamaron. Pero ninguna voz, ningún rumor humano les respondió. Solamente oían cantos de pájaros, sonidos de ramas secas estallando, murmullos de brisa en las hojas.

– Vamos a escuchar callados –dijo el hombre. – Todavía no puede estar lejos, tal vez se pueda aún escuchar el ruido de sus pasos.

Y escucharon callados.

– Pero sólo se oían los ruidos de la floresta.

– Sé una manera mejor de escuchar – dijo la mujer.

Y se puso de rodillas y aproximó, primero uno, después otro, los oídos a la tierra.

Pero sólo oyó el silencio palpitante de la tierra.

– Sólo oigo la tierra –dijo ella.

– Vamos hacia adelante –respondió el hombre.

Y siguieron.

Encontraron un seto cargado de moras.

– ¡Son maravillosas! –dijo la mujer.

El hombre cosechó un puñado de moras y las extendió en la palma de la mano hacia la mujer. Ella probó y dijo de nuevo:

– ¡Son maravillosas!

Riendo, comenzaron los dos a cosechar moras y, habiendo reunido una gran cantidad, se sentaron en el suelo a comer. La luz oblicua de la tarde pasaba entre los troncos oscuros y encendía el verde de las hierbas. Cuando acabaron de comer, el hombre dijo:

– Nos tenemos que ir. Tenemos que encontrar el camino y la tierra hacia donde vamos.

– ¿Cómo vamos a encontrar esa tierra, si ni sabemos dónde estamos?

– Tenemos que buscar –respondió el hombre.

Se levantaron para partir.

– Espera –dijo la mujer. – Quiero llevar moras.

Y, desatando el nudo del pañuelo que traía al cuello, abrió y extendió el pañuelo en el suelo. Comenzaron los dos a cosechar las moras y reunieron una gran pirámide dentro del pañuelo. Después ataron dos a dos las cuatro puntas.

– Vamos -dijo el hombre pasando el dedo entre los dos nudos.

Y retomaron su camino.

Iban tomados de las manos a través del aire dorado y verde.

– ¡Todo aquí es tan maravilloso! –dijo la mujer.

– Sí –dijo el hombre–, pero no hemos encontrado todavía la carretera.

La mujer, sin embargo, echó la cabeza hacia atrás y respiró profundamente el olor de los árboles y de la tierra. Extendió la mano en el aire y en la punta de sus dedos se posó una mariposa.

– ¡Ah! –dijo ella–, aunque perdida, veo cómo todo es perfumado y maravilloso. Aunque sin saber si jamás llegaré, me apetece reír y cantar en honor de la belleza de las cosas. Aunque en este camino que no sé donde lleva, los árboles son verdes y frescos como si los alimentase una certeza profunda. Aunque aquí la luz poética se posa en nuestros rostros como si nos reconociera. Estoy llena de miedo y estoy alegre.

– El aire y la luz –dijo el hombre– son buenos y bellos. Si no estuviéramos perdidos, esta caminata sería un viaje maravilloso. Pero el aire y la luz no nos saben enseñar el camino.

Oyeron un pequeño murmullo cristalino y, dando algunos pasos más, encontraron un río. Era un pequeño río estrecho y claro en cuyas márgenes crecían flores salvajes de color rosa y blanco.

El hombre y la mujer se acostaron boca abajo en el suelo, acercaron la cara al agua y comenzaron a beber.

– ¡Qué agua tan limpia! –dijo la mujer. – Vamos a bañarnos.

Se desnudaron y entraron en el río. Ya riendo, ya en silencio, nadaron mucho tiempo. Se sumergieron con los ojos abiertos, tocando las pequeñas piedras pulidas del fondo, atravesando un mundo suspendido, transparente y verde. Las truchas azules se deslizaban al ras de sus gestos.

Después se extendieron a la sombra dorada de la floresta sobre el césped de los bordes.

El perfil de la mujer se recortaba entre las flores.

– Aquí es casi como en la tierra a donde vamos –dijo ella.

– Sí –respondió el hombre–, pero aquí es un lugar de paso.

Y ambos se levantaron y se vistieron.

– ¿Vamos? –preguntó él.

– Espera un momento –respondió la mujer. – Quiero primero cosechar flores para llevar.

Se arrodilló en el suelo y empezó a hacer una rama. Pero el hombre observó que ella recogía las flores arrancándolas con la raíz y le preguntó:

– ¿Por qué cosechas las flores con la raíz?

– Porque las quiero plantar en la tierra donde vamos. No sé si hay flores iguales a estas –respondió la mujer.

Y siguieron.

Ahora el día empezaba a caer.

– Tengo hambre –dijo la mujer.

– Tenemos las moras –dijo el hombre.

Posó el pañuelo en el suelo y desató los nudos.

Pero el pañuelo estaba vacío.

Se quedaron unos momentos callados. Después el hombre dijo:

– Las puntas del pañuelo seguramente estaban mal atadas y las moras se fueron perdiendo una por una a medida que íbamos caminando. Una por una. Ni las sentí caer.

– Tengo hambre –dijo la mujer.

– Vamos hacia adelante –dijo el hombre.

Vieron a la distancia entre los árboles un destello rojo.

– ¡Es la puesta del sol! –exclamó la mujer. – ¡Ya es la puesta del sol!

– Vamos deprisa –dijo el hombre. - Viene la noche y aún no hemos encontrado el camino.

Y fueron casi corriendo.

Entre las sombras del crepúsculo oyeron de repente voces.

– ¡Gente! –exclamó el hombre. – ¡Estamos a salvo!

– ¿Salvos? –preguntó la mujer. Y de nuevo se oyeron voces.

– Están para aquel lado –dijo la mujer, apuntando hacia la izquierda.

– No, están más allá –dijo el hombre, apuntando hacia la derecha.

El hombre agarró la mano de la mujer y corrieron los dos hacia la derecha.

Pero a medida que iban corriendo las voces se iban haciendo más distantes.

– ¡Van más rápido que nosotros! –se quejó la mujer.

– Pero –respondió el hombre –si logramos al menos seguir la dirección que llevan estaremos a salvo.

Así fueron, escuchando y corriendo, mientras las sombras del crepúsculo crecían. Hasta que las voces se dejaron de oír y la noche cayó espesa y cerrada.

La luna aún no había nacido. Por todos lados los rodeaban sombras, ruidos, murmullos que ellos confundían con bultos, personas, voces. Pero eran sólo tinieblas, troncos de árboles, ramas secas que estallaban, susurrar de follajes.

– ¿Estamos perdidos? –preguntó la mujer.

– No sabemos –dijo el hombre. Siguieron despacio, tomados de las manos, en silencio, apoyados uno al otro.

Hasta que de repente vieron que habían llegado al final de la floresta.

Llenos de esperanza, avanzaron hacia el espacio descubierto, pero, saliendo de la arboleda, se encontraron ante un abismo.

Inclinados acecharon. Sin embargo, bajo la luz de las estrellas nada veían delante salvo un pozo de oscuridad, mientras un frío de mármol les tocaba la cara.

– Es un precipicio –dijo el hombre. – La tierra está separada frente a nosotros. No podemos dar ni siquiera un paso más.

– ¡Mira! –respondió la mujer.

Y apuntó a un estrecho sendero que seguía al ras del abismo. Tenía a la izquierda un alto muro de piedra y a la derecha el vacío.

– Avancemos –dijo el hombre.

– Tengo miedo –dijo la mujer.

– Estamos juntos –respondió el hombre–, no tengas miedo.

Y siguieron por el sendero.

El hombre iba adelante y la mujer atrás se agarraba con la mano izquierda a las rocas y con la mano derecha al hombro del hombre.

Iban en silencio bajo el brillo oscuro de las estrellas, midiendo cada gesto y cada paso.

Pero de repente el cuerpo del hombre osciló, rodaron pequeñas piedras. Él le gritó a la mujer:

– ¡Sujétame!

Pero ya el hombro de él se había deslizado de las manos de ella. Y la mujer gritó:

– ¡Agárrate a la tierra!

Pero ninguna voz le respondió. Porque en el gran silencio nítido y sonoro sólo se oía el rodar de las piedras.

Ella estaba sola, vestida de terror, agarrada al suelo frente al vacío.

– ¡Responde! –gritó inclinada sobre el abismo.

Lejos el eco de su voz repitió:

– Responde.

Estaba extendida en la tierra, con las manos enterradas en la tierra, y empezó a gritar como quien está perdido en medio de un sueño. Después dejó de gritar y murmuró:

– Tengo que ir a buscarlo.

Siguió sus rastros por el sendero, tanteando el suelo con las manos a la búsqueda de un paso por donde pudiera bajar para encontrar al hombre. Pero no había paso.

Entonces intentó bajar por la propia vertiente del abismo. Agarrándose a las hierbas y las raíces se dejó resbalar a lo largo del precipicio. Pero sus pies no encontraban ningún apoyo donde pudieran firmarse. Porque la vertiente bajaba a pique, era una pared lisa de piedra desnuda.

– Tengo que volver al sendero –pensó la mujer– y tengo que buscar más adelante un pasaje.

Y, agarrada a hierbas y raíces, se echó hacia al sendero.

Pero el sendero había desaparecido. Ahora sólo había un estrecho borde donde ella no cabía, donde ni sus pies cabían. Un borde sin salida. Ahí se quedó, de costado, con los pies uno en frente del otro como las figuras de los dibujos de Egipto, con el lado derecho de su cuerpo pegado a la piedra de arriba y el lado izquierdo ya bañado por la respiración fría y ronca del abismo. Sentía que las hierbas y las raíces a las que se sostenía cedían lentamente con el peso de su cuerpo.

Comprendía que ahora era ella que se iba a caer en el abismo. Vio que, cuando las raíces se rompiesen, no se podría agarrar a la nada, ni siquiera a sí misma. Pues era ella misma lo que ahora iba a perder. Comprendió que le quedaban sólo unos momentos.

Entonces volvió la cara hacia el otro lado del abismo. Intentó ver a través de la oscuridad. Pero sólo se veía oscuridad. Ella, sin embargo, pensó:

– Del otro lado del abismo seguramente hay alguien.

Y empezó a llamar.

Âncora 1
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